lunes, 14 de noviembre de 2011

Cuento número 11


LAS MONEDAS ENCANTADAS
Hubo una vez un hombre bondadoso y rico que al cumplir muchos años pensó dejar a cargo de sus cosas a algún joven inteligente y honesto. Comentando un día su decisión y las ganas que tenía de no equivocarse en la elección, un buen amigo le dio este consejo:

- La próxima vez que vendas algo, cuando des el dinero del cambio, entrega como por descuido la moneda del menor valor. Aquel que te la devuelva sabrás que es honrado.

El hombre rico agradeció mucho el consejo, y pensando que era una buena idea y fácil de realizar, decidió ponerla en práctica. No contaba con que uno de los presentes, un vecino que se hacía pasar por amigo pero en verdad le envidiaba enormemente, contrató los favores de un hechicero, a quien encargó encantar las pequeñas monedas que poseía el anciano de modo que cualquiera que mirase una de aquellas monedas tocadas por él, viera en ella no una moneda corriente, sino aquello que más quería en el mundo. Confiaba el malvado en que nadie devolviera la moneda y el viejo se desesperase, y entonces dejase a un sobrino suyo administrar todos sus negocios.

Todo resultó según lo planeado por el envidioso comerciante, y ni uno solo de los que hablaron con el anciano fue capaz de devolver la triste moneda: unos veían en ella el mayor diamante o piedra preciosa, otros una obra de arte, otros una reliquia y algunos incluso una pócima curativa milagrosa. Medio rendido en su intento por encontrar alquien honrado, su envidioso vecino aprovechó para enviar al sobrino advirtiéndole cuidadosamente para que devolviese la moneda. El sobrino fue decidido a hacerlo, pero al recibir la moneda, vio en ella todas las posesiones y títulos de su tío, y creyendo que todo lo que le había contado su tío era un engaño, marchó con su inútil moneda y su avaricia hacia ninguna parte, pues cuando su tío se enteró de la traición lo despidió para siempre.

El anciano, deprimido y enfermo, decidió llamar a sus sirvientes antes de morir, y les entregó algunos bienes para que pudieran vivir libremente cuando él no estuviera. Entre ellos se encontraba uno muy joven aún, al que entregó una de aquellas pequeñas monedas por error. El joven, criado a la sombra de aquel justo y sabio señor a quien quería como un padre, vio en lugar de la moneda una poderosa medicina que curaría al anciano señor, pues aquello era de veras lo que más quería en el mundo, y según la vio, entregó la moneda de nuevo diciendo: "tomad, señor, esto es para vos; seguro que os sentará bien". 
Efectivamente, aquella simple modena actuó como el más milagroso de los bálsamos, pues el anciano saltó de alegría al haber encontrado por fin alguien honrado, y le llenaba de gozo comprobar que siempre había estado en su propia casa.

Y así, el joven sirviente pasó a administrar con gran justicia, generosidad y honradez todos los bienes del anciano, quien siguió acompañándole y aconsejándole como a un hijo por muchos años.

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